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Sergio Ramírez y la literatura como un instrumento de paz

Blanca Estela Ruiz Zaragoza

México es mi patria literaria desde que Juan Rulfo
me enseñó que la desolación de Comala era también
la de Centroamérica y la de América Latina repetida
en la urdimbre de los murmullos de sus muertos.
Sergio Ramírez. Discurso pronunciado en ocasión del
recibimiento del Premio Carlos Fuentes

Sergio Ramírez es un escritor cuya amplia trayectoria literaria ha sido distinguida por múltiples premios y reconocimientos. Su vasta producción comprende alrededor de medio centenar de títulos entre cuentos, novelas, ensayos y testimonios que han sido traducidos a más de 20 lenguas. En sus discursos de gratitud y entrevistas concedidas en ocasión del recibimiento de estas distinciones, Ramírez suele hablar particularmente de su visión del mundo, de su activismo político, de su oficio de escribir, y de la literatura misma. De este corpus, para la escritura del presente trabajo, he recogido los discurso en ocasión tanto del recibimiento del Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español 2014, otorgado por el gobierno mexicano a través del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), pronunciado por el nicaragüense el 23 de febrero de 2015, como el proferido ante los reyes de España el 23 de abril de 2018 cuando recibió el galardón literario más importante en lengua castellana, el Miguel de Cervantes 2017 y que Ramírez dedicó “a la memoria de los nicaragüenses asesinados en los últimos días en las calles por reclamar justicia y democracia, y a los miles de jóvenes que siguen luchando sin más armas que sus ideales porque Nicaragua vuelva a ser República” (Ramírez, 2018: 30:12-30:35); también recurro a algunas entrevistas concedidas a la prensa con motivo de estos acontecimientos. La razón es porque en estas fuentes, además de sus lúcidos ensayos Mentiras verdaderas (Alfaguara, 2001) y El viejo arte de mentir (Fondo de Cultura Económica, 2004) o los artículos que publica en su blog digital “El Boomeran(g)” o sus columnas en el periódico español El País, el propio escritor describe no sólo la esencia de la literatura y lo literario, sino también su práctica creadora y la función de la literatura que él concibe como un instrumento de crítica y denuncia así como un vehículo para la conciliación y la hermandad entre los pueblos.

Al recibir el premio Cervantes, Sergio Ramírez inauguró su discurso diciendo:

Majestades, vengo de un pequeño país que rige su cordillera de volcanes a mitad del ardiente paisaje centroamericano al que Neruda llamó en una de las estancias del Canto general “la dulce cintura de América”. Una cintura explosiva. “Balcanes y volcanes” puse por título a un ensayo de mis años juveniles donde trataba de explicar la naturaleza cultural de esa región marcada a hierro ardiente en su historia por los cataclismos, las tiranías reiteradas, las rebeliones y las pendencias, pero en lo que hace Nicaragua también por la poesía. Todos somos poetas de nacimiento salvo que prueben lo contrario (Ramírez, 2018: 20:56-31:46).

Declaró que “poeta es una manera de saludo en las calles, de acera a acera” (31:54-32:02), se trate de quien se trate, y afirmó que “si no todos mis paisanos escriben poesía, la sienten como propia, gracias, sin duda, a la sombra tutelar de Rubén Darío, quien creó nuestra identidad no sólo en sentido literario sino como país” (32:11-32:30). Evocó entonces aquellos versos con los que el padre del modernismo hispanoamericano describió su tierra natal: “Madre de vientre pequeño” pero prodigiosamente fértil de “rubias bellezas y tropicales tesoros”, de “lago de azures y rosas de oro”, de “palomas dulces y tigres zahareños”.1 Recordó su patria como una raíz nutricia de palabras recogidas a lo largo de generaciones de poetas y narradores que han dicho con sus voces, diversas y contradictorias, todo lo que Nicaragua es capaz de decir. Concluyó diciendo: “Gracias don Felipe por esta honra por la que España, la de los mil cachorros sueltos de la lengua, concede a Centroamérica a través mío, y a mi país de diente pequeño, pero tan pródigo” (1:03:22-1:03:31).

Sergio Ramírez Mercado nació a principios de agosto de 1942 en un municipio llamado Masatepe, del departamento de Masaya, ubicado a unos 50 kilómetros de la capital nicaragüense, Managua. Desde su institución en 1976, el premio Miguel de Cervantes por primera vez, al distinguir la obra de Ramírez, extendió su brazo alrededor de la cintura de las Américas, de esa “dulce cintura” como la llamó Neruda en un verso de 1950,2 y dio fe del talle, vigor y valía de la literatura de esta región literaria comprendida geográficamente entre América del Norte y América del Sur conocida como Centroamérica, América del Centro o América Central, en cuya estrecha franja bañada por los océanos Pacífico y Atlántico, y el mar Caribe, caben siete países (Guatemala, Belice, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá).

Centroamérica es el pulso de las páginas que pueblan la obra de Ramírez como Ramírez es la voz, múltiple y disidente, de la garganta de la literatura centroamericana: “Al honrarme a mí” dijo también en su discurso de recepción del Premio Carlos Fuentes “[México] honra al pequeño país de donde vengo, y honra a la literatura centroamericana”. En esa ocasión trajo a la memoria los nombres de escritores y artistas centroamericanos “que fueron acogidos por México, tierra generosa de asilo, cuando se vieron forzados a exiliarse por tantos infortunios como han asolado, persecuciones, golpes de estado, dictaduras, intervenciones extranjeras y guerras civiles”:

El general Sandino el primero de ellos, escritor a su manera, que iluminó en las hermosas palabras de sus cartas y manifiestos su hazaña de defender la soberanía de mi patria, tantas veces puesta en riesgo y tantas veces mancillada por potencias extranjeras, de un siglo a otro siglo; una historia que parece una rueda que gira cada vez bajo un nuevo impulso, para regresar siempre al mismo lugar.

Salomón de la Selva, nicaragüense también, que escribió un inigualable “Canto a la Independencia de México”, lo mismo que Ernesto Mejía Sánchez, poeta y ensayista, discípulo de don Alfonso Reyes y compilador de su obra.

El polígrafo hondureño Rafael Heliodoro Valle, los guatemaltecos Carlos Mérida, artista plástico; Luis Cardoza y Aragón, poeta y ensayista; Augusto Monterroso, narrador y maestro de narradores, Carlos Solórzano, dramaturgo. El escultor y dibujante Francisco Zúñiga, lo mismo que la cantante Chavela Vargas, la novelista Yolanda Oreamuno y la poeta Eunice Odio, los cuatro costarricenses. Centroamericanos todos, se fundieron todos con México, y México se fundió con ellos (Ramírez, 2015: s/p).

La literatura centroamericana “ha contribuido decisivamente al patrimonio cultural hispánico”, según reza una de las condiciones importantes para otorgar el premio Cervantes a la obra de algún escritor de expresión hispana, y su aportación a las letras y al desarrollo cultural ha sido fundamental desde los textos precolombinos de la literatura de las etnias hasta esa gran literatura de los siglos XX y XI, de Rubén Darío a Miguel Ángel Asturias, de Claribel Alegría y Ernesto Cardenal, de Gioconda Belli y tantos otros autores cuya obra ha superado las fronteras de tipo social, cultural, lingüístico, étnico, racial, político y económico, y conseguido con ello trasladar lo local a una experiencia lectora global. Si bien su voz está signada por la denuncia social o política, que son principales temas de los que se nutre, también configura una identidad que reivindica la tradición de la que surge.

Desde la individualidad de cada pueblo, la literatura aproxima y hermana los unos con los otros en una misma condición de centroamericano, pero también y al mismo tiempo, en una única naturaleza latinoamericana. Hablar de la realidad de Centroamérica es hablar igualmente de la realidad de América Latina: “Somos un organismo vivo de vasos comunicantes, realidades compartidas, sueños y derrotas también compartidos, desilusiones y esperanzas […] nuestra identidad está en la diversidad”, declara el también ganador del premio Internacional de Novela Alfaguara 1998 y premio Casa de las Américas 2000 de Novela José María Arguedas por Margarita, está linda la mar (Ramírez, 2015: s/p).

El escritor colombiano Gabriel García Márquez solía decir que la literatura latinoamericana era una sola, un mismo libro conformado por tantos capítulos como países tiene este extenso territorio en cuya múltiple exploración de temas y discursos se devela la esencia de lo latinoamericano. El nicaragüense, por su parte, afirma que “en las diferentes maneras en que cada uno de nosotros, como escritores, asume la realidad de su propio país […] convierte a la escritura en una permanente expresión de inconformidad y advertencia”. O sea que ser escritor significa, para él, poner el dedo en la llaga ahí donde es preciso alzar la voz y dejar en claro que en la pluma de cada autor hay un ojo avizor al acecho: “En mi caso conservo esa doble convicción: la del ciudadano que opina y el escritor que escribe. Me preocupa América Latina, mi país, y siempre procuro mantener el ojo crítico” (2015). Y aunque le parece muy legítimo que un autor no quiera contar lo que ocurre en la sociedad, él siente el deber de no quedarse callado. Los escritores latinoamericanos, afirma, “somos los cronistas de hechos y debemos registrarlos, exponerlos a la luz pública, iluminarlos, somos testigos privilegiados de las ocurrencias de la vida cotidiana trastocada por la violencia, el miedo, la inseguridad, la corrupción, las grandes deficiencias del Estado de derecho, somos testigos de cargo”. Los escritores, señala, deben hacer uso de esa “tribuna” ofrecida por la literatura pero no “para convencer a nadie sobre credos y propuestas ideológicas, sino para hacer preguntas” y es que “el mundo debe de ser interrogado una y otra vez desde los libros” porque “es allí donde reside ese poder incesante y soberano de la imaginación. [...] Cuando el escritor se expresa como ciudadano desde la tribuna que le da la literatura, su voz se multiplica porque es escuchado. Está ejerciendo entonces su primer deber cívico [...] que es el de nunca callarse frente a las injusticias, las imposiciones y las ignominias” (Ramírez, 2015: s/p).

Y ese “primer deber cívico” del escritor que consiste en no permanecer callado e indiferente ante los acontecimientos que lo rodean, debe estar desprovisto de predisposiciones y prejuicios:

A través de los siglos la Historia se ha escrito siempre en contra de alguien o a favor de alguien. La novela en cambio, no toma partido, o si lo hace arruina su cometido. El vasto campo de la Mancha es el reino de la libertad creadora. Un escritor fiel a un credo oficial, a un sistema, a un pensamiento único, no puede participar de esa aventura diversa, contradictoria, cambiante, que es la novela. Una novela es una conspiración permanente contra las verdades absolutas, la realidad que tanto nos abruma, caudillos enlutados antes, caudillos como magos de feria hoy disfrazados de libertadores que ofrecen remedios para todos los males, y los caudillos del narcotráfico vestidos como reyes de baraja, y el exilio permanente de miles de centroamericanos hacia la frontera de Estados Unidos impuesto por la marginación y la miseria y el tren de la muerte que atraviesa México con su eterno silbido de bestia herida, y la violencia como la más funesta de nuestras deidades adorada en los altares de la muerte, las fosas clandestinas que se siguen abriendo, los cementerios convertidos en basureros… Cerrar los ojos, apagar la luz, bajar la cortina es traicionar el oficio. Todo irá a desembocar, tarde o temprano, en el relato. Todo entrará sin remedio en las aguas de la novela. Y lo que calla, o mal escribe la Historia, lo dirá la imaginación, dueña y señora de la libertad por la que se puede y se debe aventurar la vida (Ramírez, 2018: 57:06-58:58).

Y citando a Saramago señaló: “Nuestro oficio es levantar piedras, y si debajo lo que hallamos son monstruos, no es nuestra culpa” (59:20-59:24).

Monstruos de mil cabezas, de ojos inyectados de sangre, fauces letales y garras temibles que, en una vorágine despiadada con hambre de hombre, saltan a la menor provocación de los dedos de la literatura cuando levantan el velo de la vida cotidiana para mirar lo que hay debajo. El también galardonado con el premio Laure Bataillon 1998 a la Mejor Novela Extranjera publicada en Francia por Un baile de máscaras (Le bal des masques, Éditions Rivages, 1997), explica:

Antes [los temas literarios] fueron las satrapías militares, los dictadores engalonados, el infierno verde de los enclaves bananeros, las intervenciones militares extranjeras, las revoluciones y las guerras civiles; y otro, aún hoy no dilucidado, el de la lucha permanente entre civilización y barbarie; y otro, tampoco dilucidado todavía, el de la marginación y la miseria, los abismos de la desigualdad que no terminan de cerrarse, y que llevan a la angustiosa odisea de las emigraciones masivas hacia la frontera con Estados Unidos.

En nuestro mundo contemporáneo real, del que la literatura no es sino un espejo irisado, las viejas parcas se visten hoy de sicarios. Vista en su conjunto, la anormalidad de nuestra historia es en el presente una macabra fotografía de cuerpos regados en un baldío, un titular en letras rojas sobre una masacre. Pero en la vida y en la muerte de cada uno de esos seres cuyas vidas han sido cortadas, hay una historia que contar. Y la novela es eso, descender al infierno de cada vida, de cada cuerpo mutilado, de cada cuerpo incinerado. Porque la literatura no se ocupa de lo general, como los titulares de los periódicos, sino de lo específico, que son los seres humanos, vistos en singular (Ramírez, 2015: s/p).

En la “sustancia de la realidad” se “nutre la imaginación”, dice Ramírez, y la historia de nuestros pueblos viven, declara, “en un estado de anormalidad permanente […] que trasmuta a la literatura”. Esa “anormalidad”, continúa el autor, “se ceba en la incongruencia entre lo que queremos y lo que somos”, prueba de ello es que, en América Latina, “sufrimos aún la incongruencia de que los principios que inspiraron las luchas por la independencia siguen escritos en la letra de las constituciones pero no terminan de abatir la desigualdad y crear prosperidad” (2015).

La violencia es uno de los grandes temas presente en la literatura latinoamericana. Las primeras líneas con las que José Eustasio Rivera abre su novela La vorágine (1924): “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”, resumen parte del sino que han vivido los pueblos latinoamericanos desde las luchas independentistas hasta las también cruentas guerras intestinas.

La Historia misma es una fuente inagotable de la literatura, pero no sólo para exponerla, sino para enfrentarla y someterla a un escrutinio crítico permanente. La palabra y la acción en Ramírez van unidas en un ejercicio congruente manifiesto no sólo en su obra, sino también en su vida. El escritor nació cuando el dictador Anastasio Somoza García gobernaba su país. “Nací bajo el viejo Somoza”, declaró en una entrevista:

Llegué a la universidad bajo otro Somoza (Luis Somoza Debayle) y participé en el derrocamiento del último de los Somoza (Anastasio Somoza Debayle). […]. Mi vida está marcada por esta familia dictatorial. […] Una Nicaragua sin Somoza hubiera sido como nacer en la vecina Costa Rica, donde se respetaba la alternabilidad, no había ejército y una familia para siempre en el poder era impensable. Un país sin prisioneros políticos, sin tortura, sin asesinatos (Ramírez, en Padilla, 2018: s/p).

En 1959 Sergio Ramírez ingresó a la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua en la ciudad de Santiago de los Caballeros de León, considerada “sede intelectual de la nación” gracias a esta universidad fundada en 1812. Ahí, junto con su formación académica, también cultivaba una conciencia política:

Fue cuando llegué a León que me di cuenta de que había otra Nicaragua radicalmente diferente, la que adversaba a Somoza. Y en una metamorfosis casi instantánea pasé a ser, en las calles de León, metido en las manifestaciones estudiantiles, parte de esa otra Nicaragua, antisomocista a muerte, sobre todo después de que, recién llegado, la Guardia Nacional, que era el ejército pretoriano de los Somoza, disparó contra una manifestación de la que soy sobreviviente, donde hubo cuatro muertos entre mis compañeros y más de setenta heridos (Ramírez, en Padilla, 2018 s/p).

En esa época y al furor del socialismo militante cuyo común denominador entre los jóvenes era, declara Ramírez, “la revolución cubana vista como panacea, con ojos románticos más que políticos. Cuba sí, yanquis no”, se incorporó al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) cuyo juramento era “patria libre o morir”. Era el año de 1975 y “entré”, confiesa, “como intelectual, que es donde yo podía aportar, aún sin saber disparar un arma. […] Dejé todo atrás […] me fui desarmado a correr riesgos, venciendo el miedo, o viviendo con el miedo, saltando de una casa a otra, convencido de que hacía lo necesario, o que cumplía mi deber” (Ramírez, en Padilla: 2018 s/p). Parte de ello consigna su novela ¿Te dio miedo la sangre? (Monte Ávila Editores, 1977), la ya citada Margarita, está linda la mar y Sombras nada más (Alfaguara, 2002), donde recrea la conspiración que terminó con la vida del primer Somoza, “Tacho” Somoza García. Y particularmente, su memoria de la revolución sandinista, Adiós muchachos (Alfaguara, 1999). Pero más que ocuparse de la figura del dictador, su obra recrea el impacto que causó el régimen en la vida de las personas: “Exilios, muertes, cárcel, separaciones. Imposiciones, abusos. Miedo, servilismo”.

Tras el triunfo de la revolución, en julio de 1979 que acabó con el derrocamiento del último de la dinastía Somoza, Sergio Ramírez fue nombrado presidente de la Junta de Gobierno del Frente de Reconstrucción Nacional. Ya en 1977 encabezaba el Grupo de los Doce, formado por importantes personalidades de la vida pública simpatizantes del Frente. Su activismo político lo llevó a ser elegido en 1984 vicepresidente de su país en el gobierno presidido por Daniel Ortega, cargo que ocupó hasta 1990 y desde donde luchó por el restablecimiento de la paz en Nicaragua. En mayo de 1994 quedó excluido de la dirección del Frente Sandinista de Liberación Nacional por sus diferencias ideológicas con la línea que siguió Ortega:

Los mecanismos del poder continuado, o pensado para siempre, son los mismos de siempre, en eso no hay novedades. Nicaragua, desde el general Zelaya al general Somoza, al comandante Ortega, está marcada por el caudillismo. En mi última novela, Ya nadie llora por mí, exploro la Nicaragua de hoy en día, que es la Nicaragua de Ortega. Pero no es una novela sobre Ortega, como las otras no son sobre Somoza (Ramírez, en Padilla: 2018 s/p).

Efectivamente, en Ya nadie llora por mí (Alfaguara, 2017) hay una nueva mirada del sistema político y social de Nicaragua en la figura de Dolores Morales, un detective exguerrillero del Frente Sandinista de Liberación Nacional que ya había incursionado en otra novela de Ramírez, El cielo llora por mí (Alfaguara, 2009), cuyo escenario es una Nicaragua de transición de los años noventa golpeada por la corrupción y la crisis social, pero que pese a las vicisitudes y decepciones que enfrenta este detective, mantiene intacto su sentido de la ética, “lo resiste todo con una actitud irónica, con su humor amargo”, dice su autor (Ramírez, en Padilla: 2018 s/p), y no pierde la ilusión de que las cosas puedan cambiar algún día: que la sociedad deje su letargo y pasividad, su sometimiento a un régimen que quiere perpetuarse en el poder y que crea controles y lealtades a través de dádivas y prebendas.

Sergio Ramírez fundó el Movimiento Renovador Sandinista (MRS) del que fue candidato presidencial en las elecciones de 1996, pero no fue electo. Después de esos comicios, se retiró de la vida política para dedicarse de tiempo completo a la que ha sido su vocación de siempre: la literatura, con cuyos ojos ve el mundo detenida y lúcidamente para registrar cada detalle que merezca ser relatado: “Fortalecer ese vínculo entre lo que ve y lo que el otro piensa que no ve”, dice, y narrar no sólo la historia de Nicaragua sino también la de Latinoamérica.

Heredero de la poesía de Rubén Darío que “desde niño siempre ha estado en mi oído”, confiesa, de las narraciones en verso de Ernesto Cardenal y de los escritores de llamado “Boom” (particularmente de Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, a quienes considera sus maestros), el “Hijo Dilecto de Masatepe” (Nicaragua, 2005) y “Caballero de las Artes y de las Letras”, orden que le confirió el gobierno francés en 1993, se define como “un escritor realista”:

Parto de la solidez de la realidad, de la majestad de lo real, que no se puede reconstruir sino con veracidad, acopiando datos. Escribo una novela como escribiría un reportaje, sólo que ya sé que en el reportaje, o en la crónica, no se puede mentir, y en la novela no se puede dejar de mentir. Pero hay que mentir con propiedad (Ramírez, en Padilla: 2018 s/p).

Ser mentiroso contando verdades, “persiguiendo formas que no encuentran mi estilo”, señala citando a Darío, “volver sobre lo escrito […] no estar nunca satisfecho” porque escribir, asegura, es esa “lucha con las palabras siempre díscolas, que se niegan a someterse. Eso es para mí la escritura: la alegría de imaginar y la penuria de escribir” (Ramírez, en Padilla: 2018 s/p).

Abogado, periodista, narrador, ensayista, columnista, biógrafo, editor, gestor cultural, divulgador y promotor de la lectura, una de las figuras más importantes del postboom latinoamericano cuya preocupación, confiesa, “siempre fue abrir una ventana para Centroamérica, pero una de calidad”, era cuestión de tiempo para que obtuviese el premio Cervantes, la distinción más importante de las letras hispánicas.

El ministro español de Educación, Cultura y Deporte, Íñigo Méndez de Vigo, al dar a conocer el fallo del jurado, dijo que Sergio Ramírez recibió el premio Cervantes por reflejar en su literatura “la viveza de la vida cotidiana, convirtiendo la realidad en una obra de arte. Todo ello con excepcional altura literaria”. Por su parte, la comisión dictaminadora del premio Carlos Fuentes había argumentado que se le otorgaba el galardón al escritor nicaragüense por “conjugar una literatura comprometida con una alta calidad literaria” y por su papel “como intelectual libre y crítico, de alta vocación cívica”. La propuesta literaria de Ramírez obra en la conciencia de sus lectores para reflexionar la realidad desde la mirada libre de la imaginación.

Soñador y entusiasta como su personaje el detective Dolores Morales, Sergio Ramírez confiesa: “Sigo viviendo mi propia utopía de ver una sociedad más justa, libre y democrática, sin esa excesiva acumulación de riqueza y sin sus grandes abismos de pobreza. Y hay que crear nuevas utopías para evitar regresar a modelos fracasados del pasado” (Ramírez, en Padilla: 2018 s/p).

Indiscutiblemente la educación es el elemento integrador de una sociedad contra el anquilosamiento ideológico, y la reducción de las desigualdades sociales, la erradicación de la impunidad y el aseguramiento de las garantías individuales son parte del éxito para la paz. Coincido con Ramírez en que

la palabra siempre ha luchado por defenderse de las imposiciones intransigentes de las dictaduras militares, de los autoritarismos mesiánicos, de los sectarismos religiosos, de los nacionalismos extremos, de las veleidades del poder económico, de la intransigencia dogmática, de las ideologías totalizantes que pretenden imponer un pensamiento único, lo que significa también imponer la mediocridad (Ramírez, 2015: s/p).

Pero ¿la literatura puede cambiar el universo? Nada más arrogante, opina el escritor nicaragüese, que “la creencia de que el mundo puede ser cambiado desde los libros”. Y con él quiero concluir con la siguiente reflexión: “Puede ser que un libro no cambie el mundo, pero sí que cambie a quien lo ha escrito, y que cambie también a quien lo lee, porque la imaginación tiene un poder soberano” y, por qué no, “libre de imposiciones […] libre de la cobardía de la autocensura y, al mismo tiempo, libre de la pretensión de imponer verdades” (Ramírez, 2005: s/p). Pueda el libro, y la literatura que contiene, ser también un instrumento que contribuya a la paz de los pueblos.


Notas

1 Los versos de Darío dedicados a Nicaragua, firmados en 1887, dicen así:

Madre, que dar pudiste de tu vientre pequeño
tantas rubias bellezas y tropical tesoro,
tanto lago de azures, tanta rosa de oro,
tanta paloma dulce, tanto tigre zahareño.

Yo te ofrezco el acero en que forjé mi empeño,
la caja de armonía que guarda mi tesoro,
la peaña de diamantes del ídolo que adoro
y te ofrezco mi esfuerzo, y mi nombre y mi sueño
(Darío, 2016, p. 702).

2 Específicamente en el poema “La United Fruit Co.”, recogido en Canto general (1950):

Cuando sonó la trompeta, estuvo
todo preparado en la tierra,
y Jehová repartió el mundo
a Coca-Cola Inc., Anaconda,
Ford Motors, y otras entidades:
la Compañía Frutera Inc.
se reservó lo más jugoso,
la costa central de mi tierra,
la dulce cintura de América
(Neruda, 2005: 220).


Fuentes citadas

Darío, Rubén (2016). Poesía completa. Madrid: Verbum.

Neruda, Pablo (2005). Canto general. Santiago de Chile: Pehuén Editores.

Padilla, Nelson Fredy (2018, 20 de enero). “Sergio Ramírez y su revolución literaria”. En El Espectador. Sección Cultura. Recuperado de https://www.elespectador.com/noticias/noticias-de-cultura/sergio-ramirez-y-su-revolucion-literaria-articulo-734397.

Ramírez, Sergio (2018). “Discurso pronunciado en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes 2017”. Universidad de Alcalá. Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=6GTwyG_40D4.

—— (2015). “Discurso pronunciado al recibir el Premio Internacional Carlos Fuentes a la creación literaria en idioma español”. Recuperado de http://www.fnpi.org/es/discurso-de-sergio-ram%C3%ADrez-al-recibir-el-premio-internacional-carlos-fuentes-la-creaci%C3%B3n-literaria.


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