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Los animales: manifestaciones simbólicas en la literatura

Ana María Sánchez Ambriz *

* Departamento de Estudios Literarios. Universidad de Guadalajara
Correo electrónico: ana.sambriz@academicos.udg.mx
Entre tanto los sabios, comidos por las ratas,
se pudren en los sótanos de las catedrales
Nicanor Parra. “Los vicios del mundo moderno”

Resumen

En todas las culturas a través de mitologías, leyendas, historias orales o escritas, los animales han tenido un papel destacado en la comprensión del mundo material y espiritual. Este conjunto de expresiones forma parte del imaginario de todas las sociedades, contribuyen a expresiones particulares de la vinculación establecida entre el hombre y la naturaleza. La serie de procesos recurrentes o formas específicas de imaginación simbólica no necesariamente corresponden a la realidad, de manera recurrente exhiben proyecciones sobre la percepción del entorno y su caudal de representaciones. De tal manera que la presencia de algunos animales se revela generalmente en dos sentidos: como benefactora o destructora descarada. Ambas categorías se mantienen fieles a las fuerzas positivas y negativas que sostienen al mundo permanentemente.

Palabras clave: literatura, relatos, dialogismo, símbolos.

El presente estudio tiene como fin resaltar la simbología que ha tenido uno de los animales más recurrentes en la literatura: las ratas. La visión particular que se ofrece de ellas aparece de forma destacada en algunos textos. Tomo como base algunos ejemplos representativos con el objetivo de determinar el dialogismo establecido entre los relatos a analizar. Partiendo del principio de que las ratas han merecido distintos tratamientos, irremediablemente el lector se enfrenta a distintas elucidaciones en torno a su figura.

Desde épocas remotas la presencia de los animales ha llevado al reconocimiento o negaciones de sus funciones en el mundo. Particularmente las ratas conducen al lector a una serie de imágenes, escenas y situaciones donde lo terrible, lo angustioso, lo repugnante, lo lúdico o lo infernal se cristalizan para vertebrar situaciones en donde los personajes centrales inevitablemente conviven con ellas para enfrentar un acontecimiento medular. Las consecuencias o reflexiones que derivan de este suceso será uno de los temas centrales en las historias narradas.

Simbólicamente la rata se ha concebido negativamente en occidente. Alemania, por ejemplo, ofrece dos leyendas destacadas. La primera, es más popular y traducida a varios idiomas, se titula “Der Rattenfänger von Hameln”, conocida en español como “El flautista de Hamelín”. En ella se narran los hechos sucedidos en la ciudad que lleva su nombre, cuando un extraño hombre promete liberar a la localidad de la plaga de ratas que asolaba a la población a cambio de oro.

De esta leyenda existen dos interpretaciones difundidas.

En la primera se detecta el trasfondo histórico que da referencia de los procesos de colonización y padecimientos sufridos por la sociedad a causa de las plagas ocasionadas por esos roedores en 1284. En este caso, las ratas aparecen como portadoras de enfermedades, lo cual confirma la imagen que se ha tenido de ellas en relación con la enfermedad y la muerte (Cirlot, 1992, p.382). Otra interpretación difundida revela un trasfondo religioso, en el sentido de que la rata simboliza el alma, de ahí que el flautista se vea como un ser negativo al presentarse como cazador de almas, quien utiliza las artes musicales para engañar a la población (Bierdermann, 1996).

La segunda leyenda es “Der Mäuseturm” (“La torre del ratón”), que le sirvió de inspiración a Víctor Hugo para escribir “La torre de las ratas”. Como se puede observar, la intertextualidad es directa desde el título, pues únicamente suple a los ratones por las ratas. En el texto se establece un diálogo con la leyenda y la explicación que se hace de ella como recurso narrativo. En la leyenda se utiliza a los ratones como símbolo del alma. En este caso representan las almas de las personas que murieron de hambre por culpa de Hatto (Biedermann, 1996, p. 391).

En la escala negativa sobre las ratas, el cuento de terror “The Pit and the Pendulum” (“El pozo y el péndulo”) de Edgar Allan Poe, ofrece una historia interesante. Las ratas aparecen asociadas a dos momentos fundamentales, situación que las convierte en una presencia necesaria en la narración.

Publicado en 1842, elige como tema la Santa Inquisición española. El escenario representado es la ciudad de Toledo, lugar que fue punto neurálgico de las persecuciones realizadas a los reos condenados a muerte. Por su efecto espeluznante en el imaginario popular, focaliza su narración en las mazmorras de Toledo, espacio terrible y angustiante donde el personaje descubrirá, en su calidad de preso, lo que les aguarda a los condenados en los muros oscuros del lugar. Por su terrible efecto claustrofóbico, se advierte que una vez que se entra en el sitio no existe salida ni salvación alguna. En el cuento interesa penetrar en las relaciones de la Inquisición con la sociedad y los efectos que provocan sus mecanismos de justicia.1

Son tres los recursos empleados por el escritor para crear el efecto de terror. Los dos primeros son el pozo y el péndulo, ambos se encuentran a la vista del lector desde el título, y el tercero son las ratas, que permanecen como un elemento sorpresivo en la narración. Su entrada en el escenario aterrador se advierte a través de un sonido, un leve ruido que ellas mismas producen, algo común en las narraciones donde aparecen estos animales. La primera impresión que causan en el personaje se externa de manera descriptiva. El enfoque recae en su aspecto físico, en sus ojos famélicos, en sus movimientos, en su deseo de comer la carne que le habían llevado para alimentarse:

Un ligero ruido atrajo mi atención y, mirando hacia el piso, vi cruzar varias enormes ratas. Habían salido del pozo, que se hallaba al alcance de mi vista sobre la derecha. Aún entonces, mientras las miraba, siguieron saliendo en cantidades, presurosas y con ojos famélicos atraídas por el olor de la carne. Me dio mucho trabajo ahuyentarlas del plato de comida (2005, p. 67).

A través de las experiencias del personaje, el lector desarrolla una especie de identificación con el protagonista, en el sentido de que pulsa desde el exterior las repulsiones, el asco, la asfixia que provocaban en él las ratas. En realidad, el terror adoptado desde afuera, en cuanto a la presencia de las ratas, supone una recepción adecuada con lo propuesto en el relato. Por un lado, se muestra una situación angustiante, por el otro, las ratas se convierten, sin proponérselo, en el medio de liberación:

Durante horas y horas, la cantidad de ratas habían pululado en la vecindad inmediata del armazón de madera sobre la cual me hallaba. Aquellas ratas eran salvajes, audaces, famélicas; sus rojas pupilas me miraban centellantes, como si esperaran verme inmóvil para convertirme en su presa. ¿A qué alimento —pensé— las han acostumbrado en el pozo? […]

Salían del pozo, corriendo en renovados contingentes. Se colgaron de la madera, corriendo por ella y saltaron a centenares sobre mi cuerpo. […] Se apretaban, pululaban sobre mí en cantidades cada vez más grandes. Se retorcían cerca de mi garganta; sus frío hocicos buscaban mis labios. Yo me sentía ahogar bajo su creciente peso, un asco para el cual no existe nombre en este mundo llenaba mi pecho y helaba con su espesa viscosidad mi corazón. Un minuto más, sin embargo, y la lucha terminaría. Con toda claridad percibí que las ataduras se aflojaban. […] Apenas agité la mano, mis libertadoras huyeron en tumulto (pp. 87-88).

El tema de las ratas, como animales devoradores de la carne de los fallecidos, lo encontramos también en Bram Stoker con “The Burial of the Rats” (“El entierro de las ratas”) publicado en 1891.

Ahí, un inglés penetra en el ámbito de los traperos parisinos, quienes viven en un mundo de miseria, insalubridad y terror. Al centrar su enfoque de interés en París, particularmente en los barrios marginales de la ciudad, el escritor logra el efecto de verosimilitud planteado en la primera parte del relato, donde los traperos forman parte indiscutible de los hechos. El mismo contexto histórico, político y social planteado a través de simbolos y metáforas, le permite construir desde el interior el efecto de terror entretejido en el cuento.

El orden de experiencias planteado invita al lector a ser testigo del itinerario del personaje: los primeros meses utilizados para conocer el lugar como lo haría cualquier turista, después, los sitios donde encontraría diversión, para finalizar con la labor investigadora de quien intenta descubrir los bajos fondos parisinos. Este desplazamiento en la forma de observar la ciudad y sus cinturones de miseria permite el desarrollo del relato en sus más amplias posibilidades, de tal manera que la población descrita ve reducir su existencia a la marginalidad absoluta.

El ambiente descrito adquiere tintes de terror cuando el personaje se introduce a la comunidad de traperos, sitio donde prevalece la basura y la miseria. En una primera instancia, el personaje adjetiva a los habitantes como villanos; posteriormente, como animales. En ese espacio segregado, entre tanta inmundicia, sólo se puede vivir como ratas.

El punto central del paisaje es una choza, “centro del mismo Reino de la Basura”, vista como una auténtica ratonera. Al respecto, las personas representan el último escalón de la serie de despojos padecidos a lo largo del tiempo, y serán estos saqueos los que terminen por transformar a dicha población. Es ahí donde el título del cuento adquiere plena significación. Su territorio es un cementerio, y sus habitantes son personas muertas en vida, acaso espectros humanos, donde sólo sus gestos, sus movimentos y miradas recuerdan que son personas sobreviviendo la peor pesadilla de sus vidas llenas de rencor. Las ratas observan al intruso inglés igual que los individuos que habitan el lugar, planteando una especie de analogía entre ambos, pues unos y otros representan un peligro para él:

Había luchado, incluso, cuando su antorcha se apagó. ¡Pero eran demasiadas para él! ¡No les había durado mucho! Los huesos todavía estaban calientes. […] Incluso habían devorado a sus propias muertas, y había huesos de ratas junto con los del hombre. […]

Supe, tan bien como si me lo hubiera dicho con resonantes palabras, que mi muerte estaba sentenciada, y que los asesinos sólo aguardan el momento apropiado para su realización. […] Mantenedlo tranquilo y todo irá bien. No habrá ningún grito, ¡y las ratas harán su trabajo! (2018, pp. 369-370).

La misma narración de “Las ratas del cementerio” del estadounidense Henry Kuttner, publicada en 1936, es una confirmación de la visión negativa que prevalece de las ratas en un gran número de relatos: “Había escuchado rumores sobre criaturas espantosas que moraban en lo profundo, y que tenían poder sobre las ratas, a las que agrupaban en ejércitos disciplinados” (p. 1).

La historia se desarrolla en uno de los cementerios más antiguos de la localidad de Salem, Massachusetts, conocida extratextualmente como la Ciudad de las Brujas, debido a que ahí se realizaron una serie de juicios para castigar a mujeres que supuestamente practicaban brujería.

La carga negativa que prevalece en el poblado constituye la herramienta contundente para garantizar la adecuada acogida de la narración. En otras palabras, el autor apuesta al conocimiento de la historia de la localidad para asociar el espacio siniestro a la malignidad de las ratas:

Recordaba ciertos relatos fantásticos que había oído al llegar a la decrépita y embrujada ciudad de Salem. Eran relatos que hablaban de una vida embrionaria que persistía en la muerte, oculta en las perdidas madrigueras de la tierra. Ya habían pasado los tiempos en que Cotton Mather exterminara los cultos perversos y los ritos orgiásticos celebrados en honor de Hécate y de la siniestra Magna Mater. Pero todavía se alzaban las tenebrosas mansiones de torcidas buhardillas, de fachadas inclinadas y leprosas, en cuyos sótanos, según se decía, aún se ocultaban secretos blasfemos y se celebraban ritos que desafiaban tanto a la ley como a la cordura. Moviendo significativamente sus cabezas canosas, los viejos aseguraban que, en los antiguos cementerios de Salem, había bajo tierra cosas peores que gusanos y ratas (p. 2).

En el relato se muestran dos conflictos en el personaje. El primero se genera ante la imposibilidad de aniquilar a las ratas valiéndose de distintos medios: trampas, venenos y tiros, porque “sus hordas voraces se multiplicaban, infestando el cementerio” (p. 2). El segundo se presenta cuando intenta sobrevivir al ataque de las ratas, iniciado por la disputa de un cadáver que había sido sepultado con objetos de valor. Estas dos situaciones se presentan como objetivos que no se pueden cumplir. Los efectos que producen las imágenes construidas constituyen el medio adecuado para generar reacciones diversas que van desde la repulsión al terror:

Con chillidos triunfales, las ratas se precipitaron de nuevo sobre él con la voracidad pintada en sus ojos. Masson estuvo a punto de sucumbir bajo sus dientes, pero logró desembarazarse de ellas: el pasadizo se estrechaba y, sobrecogido por el pánico, pataleó, gritó y disparó hasta que el gatillo pegó sobre una cápsula vacía. […]

Comenzó a gritar, enloquecido, pero no pudo rechazarlas esta vez. Durante un momento, se revolvió histéricamente en su estrecha prisión, y luego se calmó, boqueando por falta de aire. Cerró los ojos, sacó su lengua ennegrecida, y se hundió en la negrura de la muerte, con los locos chillidos de las ratas taladrándole los oídos (pp. 5-6).

Algo similar plantea Guadalupe Dueñas en su cuento “Las ratas”, que forma parte del libro Tiene la noche un árbol, con el cual obtuvo el premio “José María Vigil” en 1959. A pesar de la brevedad y sencillez con que está escrito, Dueñas le ofrece al lector una reinterpretación de algunos tópicos literarios sobre los relatos de terror desde un enfoque distinto: el humorístico.

La historia, narrada en primera persona, cuenta la conversación que entabla una mujer con el bolero que lustra su calzado. Es así como se entera de detalles particulares de su vida, concretamente el trabajado de velador que durante veinte años desempeñó en el panteón Dolores copiando actas de defunción.

En este espacio narrativo, reconstruido a partir de registros temporales y espaciales, no son los muertos lo que asumen la acción principal sino las ratas, puesto que estas, como asegura el bolero de aspecto repulsivo, ni resuellan: “Si por ellos fuera, se lo pasaría uno muy aburrido. No, lo interesante son las ratas. Las hay por millonadas” (1953, p. 106). Se les reconoce su astucia, prueba de ello son las acciones que realizan cotidianamente para alimentarse:

“¡Qué animales más inteligentes! Adivinan la hora exacta de la llegada de un cuerpo. Verá usted: inmediatamente se cierra una fosa corre el rumor como si granizara; puede distinguirse que se atropellan en los laberintos subterráneos; como potros, se desbocan en el viaje despavorido para asistir al banquete que pregona la fetidez del aire. Vienen de todas partes, igual que las gentes de las rancherías cuando saben que algún compadre ha matado puerco. Puede oírse cómo pelean las hambrientas para defender su porción de carne manida. […] En los hocicos arrastran despojos de pelo, tiras de pellejo, residuos de tripas que vomitan empalagadas.

Los animales pesados y lentos hacen su paseo al sol. Sus vientres hinchados, como las bolsas de lona rellenas de pesos, esperan digerir la podredumbre.

Estas ratas carecen de miedo; indiferentes, se tienden boca arriba infladas de cáncer. […]

Pasean por su imperio dueñas de la muerte; calvas y malignas se burlan de los hombres condenados a servir de pasto para su hambre eterna (pp. 106-107).

En “La rata” se evidencia lo inevitable: la muerte. Cada persona que fallece será devorada por ellas invariablemente. La terrible sentencia se muestra con humor: la belleza, que aparece representada en el personaje femenino tendrá fin.

La escena se detiene en la importancia de las extremidades de su cuerpo como símbolos de vida y muerte. Los pies, cubiertos por el calzado que ha sido lustrado, es la metáfora del hombre que siempre tiene un pie en la tumba, y el bolero cumple la función de recordárselo a la mujer. Ella le rinde culto a la propia belleza de su cuerpo a través de la observación de sus manos, que guardan el registro del futuro en sus líneas: “Miro mis manos, mis manos perfumadas, la piel que cuido y que también será devorada, repartida en sus lívidas panzas manchadas de jiote; yo que me amo tanto y que evité el contacto con el pobre bolero” (p. 107).

Por su parte, Gabriel García Márquez retoma algunos de los tópicos de los cuentos señalados arriba para escribir “La tercera resignación”. El cuento fue publicado en 1947 en el diario El Espectador cuando tenía 20 años de edad. Posteriormente, el relato encabezó el libro de cuentos titulado Ojos de perro azul en 1974.

Si bien se ha considerado como un relato donde se percibe a un escritor en ciernes, el impacto de la lectura de escritores canónicos sobre el género es evidente, como lo prueba la siguiente cita, en donde podemos apreciar, en este caso, la actuación de los ratones que se proponen como devoradores de la carne de los fallecidos.

La simbología de los ratones es peculiar, pero tiene puntos de cruce con la que se le confiere a las ratas, pues es poco común dirigirse a ellos de manera indistinta. El ratón representa, entre otras cosas, el alma “que se desliza rauda y apenas visible” como lo hace el ratón, también simboliza las fuerzas demoniacas, destructivas y generadoras de enfermedades (Biedermann, pp. 390-391). En el cuento de García Márquez aparecen como devoradores de la carne humana:

¡Pero había algo que le preocupaba más que “ese ruido”! Eran los ratones. Precisamente, cuando niño, nada había en el mundo que le preocupara más, que le produjera más terror, que los ratones. Y eran precisamente esos animales asquerosos los que habían acudido al olor de las bujías que ardían a sus pies. Ya habían roído sus ropas y sabía que muy pronto empezarían a roerlo a él, a comerse su cuerpo. Un día pudo verlos: eran cinco ratones lucios, resbaladizos, que subían a la caja por la pata de la mesa y lo estaban devorando. Cuando su madre lo advirtiera, no quedaría ya de él sino los escombros, los huesos duros y fríos. Lo que más horror le producía no era exactamente que se lo comieran los ratones. Al fin y al cabo, podría seguir viviendo con su esqueleto. Lo que lo atormentaba era el terror innato que sentía hacía esos animalitos. Se le erizaba la piel con sólo pensar en esos seres velludos que recorrían todo su cuerpo, que penetraban por los pliegues de su piel y le rozaban los labios con sus patas heladas. Uno de ellos subió hasta sus párpados y trató de roer su córnea. Le vio grande, monstruoso, en su lucha desesperada por taladrarle la retina. Creyó entonces una nueva muerte y se entregó, todo entero, a la inminencia del vértigo (1974, p. 5).

Amparo Dávila propone un cuento sugestivo, “La señorita Julia”, homónimo de la obra de teatro Frönken Julie (La señorita Julia) de Augut Strindberg. La estrategia discursiva se enfoca en evidenciar los estados alterados de la mente de la protagonista a través de las ratas.

En los relatos estudiados anteriormente se habló de la forma en que la presencia de estos animales irrumpe en la vida de sus protagonistas, ofreciendo una significación dialógica con otros relatos canónicos de la literatura occidental, elementos que podemos detectar en Amparo Dávila, pero de manera, hasta cierto punto, distinta.

Las ratas revelan situaciones más complejas psicológicamente, evidenciadas gradualmente a través del diario acontecer de la protagonista, que de manera sorpresiva sufre un punto de quiebre que le provoca la desintegración del modelo de vida ejemplar construido durante toda su vida, con base en los cánones establecidos y aceptados socialmente.

El cuento comienza, precisamente, revelando los primeros desequilibrios de la protagonista a través de su imagen: la pérdida del tono rosado de sus mejillas, sus pronunciadas ojeras y el descuido de su ropa. Sin embargo, la crisis que enfrenta el personaje expone un cambio de la percepción del entorno y de ella misma. La focalización del relato se detiene en distintos ángulos de acuerdo con las secuencias evolutivas de los hechos.

Desde el exterior, se plantea extrañamiento y preocupación de parte de sus compañeros de trabajo cuando la memoria de Julia comienza a mostrar también alteraciones preocupantes: olvidos, distracciones, estados de pasividad y de adormilamiento.

Los cambios más significativos se explican a la luz de su entorno íntimo: su casa. Por principio, la casa de Julia es percibida por los lectores como un reflejo de su personalidad: “la tenía arreglada con buen gusto y escrupulosamente limpia” (1985, p. 71) aunque la construcción fuera una casa vieja. Esta asociación explícita de la casa con el personaje permite dimensionar las pautas de su comportamiento y enfatizar el paralelismo establecido entre la casa y Julia.

En ese espacio íntimo se detonará el problema “llevaba más de un mes sin dormir” (p.71). En ese momento, lo que domina la escena es un ruido nocturno: “Una noche la había despertado un ruido extraño como de pequeñas patadas y carreras ligeras”. Desde esta perspectiva sensorial, existe un punto de unión con los otros relatos que utilizan el mismo recurso. En el cuento de Amparo Dávila, Julia intenta darle una explicación racional a la procedencia de los ruidos que la atormentan diariamente: “Como la duela de los pisos era bastante vieja, Julia pensó que a lo mejor estaba llena de ratas, y que estas eran las que la despertaban noche a noche” (p. 72).

No obstante, una vez que el ruido irrumpe en la casa y desestabiliza su vida, el sonido se convierte en un agente de perturbación, mensajero de los trastornos mentales de Julia: “Apenas comenzaba a dormirse cuando el ruido la despertaba. La pobre Julia no podía más. Diariamente revisaba la casa de arriba bajo sin encontrar ningún rastro” (p. 72).

El vínculo entre Julia, las ratas y la casa proponen las fases de locura en el personaje. El ruido se convierte en el registro que altera el orden establecido en su hogar en detrimento de su salud. La determinación de Julia para acabar con esa plaga enfatiza su desorden mental: descubrir el poderoso veneno que acabará “con aquellos diabólicos animales, pues que ningún otro producto de los ordinarios surtía efecto con ellos” (p.15). El carácter diabólico atribuido a las ratas es otro recurso que vincula a los relatos analizados.

Lo que sigue en el cuento es una fractura total de Julia con su entorno: pierde su trabajo, se termina su relación sentimental, deja de realizar actividades con su familia y amistades. El final sorpresivo propone la desconexión de Julia con la realidad:

Abrió el closet para buscar algo que ponerse y… ¡allí estaban!… Julia se precipitó sobre ellas y las aprisionó furiosamente. ¡Por fin las había descubierto!... ¡las malditas, las malditas, eran ellas!... con sus ojillos rojos y brillantes… eran ellas […] ¡malditas, malditas!... ¡qué daño tan grande le habían hecho!... pero ahí estaban… en sus manos. Reía a carcajadas… las apretaba más […] hablaba y reía… lloraba de gusto y de emoción… gritaba… gritaba […]

Cuando Mela llegó, restregándose los ojos y bostezando, encontró a Julia apretando furiosamente su hermosa estola de martas cebellinas (pp. 82-83).


Nota

1 Existen distintos periodos en la historia del Tribunal Inquisitorial de Toledo. El en primero sobresalen los procesos judaizantes (1483-1520). El segundo periodo de gran apogeo se da contra inhábiles (1520-1575). Al tercero, no existe un tipo específico de delito que lo caracterice (1575-1630). En el cuarto periodo de nueva cuenta los procesos contra judaizantes adquieren notable presencia (1630-1720). Finalmente, durante el quinto periodo se muestra una clara decadencia de la institución (siglo XVIII). J. P. Dedieu, pp. 86-87. Obra citada por Juan Carlos Galende Díaz en su estudio “La inquisición toledana desde la llegada de los Borbones (1700-1834)”. https://realacademiatoledo.es/wp-content/uploads/2014/02/files_anales_0025_12.pdf.


Bibliografía

Bierdermann, H. (1996). Diccionario de símbolos. Madrid: Paidós.

Cirlot, J. (1992). Diccionario de símbolos. Madrid: Labor.

Dávila, A. (1985). Muerte en el bosque. México: FCE (colección Lecturas mexicanas).

Dueñas, G. (1985). Tiene la noche un árbol. México: FCE (colección Lecturas mexicanas).

García Márquez, G. (1974). Ojos de perro azul. Buenos Aires: Sudamericana.

Kuttner, H. (1936). “Las ratas del cementerio”. Recuperado de https://mrpoecrafthyde.files.wordpress.com/2015/12/las-ratas-del-cementerio.pdf.

Poe, E. A. (2012). Cuentos completos. Madrid: Páginas de Espuma (colección Voces/Literatura).

Stoker, B. (2018). Cuentos completos. Madrid: Páginas de Espuma.


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