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Alienitis

Adolfo González Ramírez


Me levanté a las seis de la mañana, fresco de la cabeza pero agotado del abdomen para abajo. Me observé en el espejo y declaré a la persona que tenía ante mí listo para la entrevista de trabajo. Debajo de mis pantalones un ardor de muerte, o al menos un término parecido, sensación hermana de la muerte. Pero no es para tanto, porque la vida debe seguir su curso y la muerte nunca forma parte de nuestros recuerdos. Aquí estamos, vivos y listos para luchar por la vida, por eso nos endosamos a nosotros una sonrisota tatuada al salir a la calle, a fuerzas o espontánea, pero tatuada a fin de cuentas a pesar de las adversidades.

Aun con este dolor no me sentía del todo inhabilitado, por decir algo, para llevar a cabo mis actividades cotidianas, que pocas veces implica pensar en mi pelvis inflamada. No soy cargador, albañil, plomero, ni trabajo en algo que imponga esfuerzo físico que exija un estirón especial a mi pelvis o colon, por lo que el pretexto de sentirme débil a causa de un culo inflamado serviría de poco para un trabajo de oficina donde el principal músculo sería mi cerebro o mi voluntad, actitud y esas cosas que nada tienen que ver con sensaciones extrañas que subsisten contigo en la epidermis visible que cubre con eficacia tu apreciado aparato reproductor. En el autobús mi cuerpo entero, sin fragmentarlo en partes referidas, podía convivir con la proximidad de otros sin riesgo de que ocurriera nada extraordinario. No contagiaría a nadie, porque era improbable que tuviera algo infeccioso, lo cual no significa tampoco que me sintiera del todo cómodo. Al contrario, lo peor de todo, cuando una parte de ti está medio atrofiada, es tener que lidiar con el juicio inevitable de los otros, quienes notan el rictus de dolor en tu lenguaje corporal y con más razón en mi caso particular, ya sabrán por qué. Nada grave. Todo eso no son más que “pensamientos delicados de persona delicada”, diría una tal Hortensia.

Antes de continuar, un apunte médico sobre los padecimientos psicosomáticos, o sea, los inventados pero no inexistentes, disparatados pero dolorosos, débiles aunque molestos: el ardor en esa parte se puede confundir con excitación o con dolor. Punto anotado para un futuro.

Me presenté ante el licenciado en un edificio, aunque no histórico ni interesante. Olía rico, no delicioso, pero era una buena bienvenida ante una situación de tensión. Afuera había un puesto de tacos de barbacoa, de los más grasosos que te puedas encontrar en la comida de la calle y los alimentos grasosos le hacen daño a mi pelvis rebelada y crecida, con pequeños espasmos de dolor. Me dio un poco de asco el solo pensar en pararme a pedir un taco de esos.

El licenciado me recibió con una expresión más desabrida que una caña sin jugo, y leyó mi currículum como quien lee unas instrucciones de cómo ensamblar un refrigerador en 82 pasos bien establecidos. A cada línea que leía me volteaba a ver con expresión felina y desdeñosa, como quien lee este relato y se encuentra algo disgustado. Por un segundo sus ojos se dirigieron hacia mi vientre; no era médico, aunque sin duda notó una anomalía, incluso hasta moral, en ese punto. Inmediatamente después de esa mirada me despidió de su despacho con un movimiento de mano que con un lenguaje corporal conciso indicaba que me retirara de ahí. Ni siquiera me dio la esperanza de que me hablaría después o que consideraría mi perfil para futuros trabajos. Tengo que confesar que lo hizo con elegancia y prestancia, sin ni siquiera ponerme un reproche encima.

De regreso a casa intenté contactar de nuevo al licenciado para que reconsiderara su decisión que tan de súbito me mandó de patitas a la calle sin siquiera haber tocado el interior. Por eso no quería ir a esta entrevista, sin mi cuerpo al cien se corre el riesgo de que anécdotas parecidas a esta sucedan. Un rechazo, un “no” de respuesta o una simple y humilde humillación, ni muy grave ni tampoco agradable. Le hablé pero la secretaria fue quien tomó el papel de verdugo para indicarme que “lo que el licenciado ve, no se cuestiona”. “¿Ve qué?”, le pregunté. “Lo que ve en los candidatos, su postura, sus maneras, su experiencia, su seguridad y su salud, sobre todo lo último, muchas gracias”. Y colgó la muy institucional, la muy amable, pero de cortés nada. Esta señora me dejó con una preocupación que alimentó mi tenue angustia. ¿Mi salud?

“Debes tranquilizarte antes de buscar trabajo o de emprender algo, tu cuerpo está por encima de cualquier pretensión de ascenso en tu vida laboral. Recuerda lo que pasó en tu anterior trabajo, no estabas al cien por ciento de tu cerebro y ahora estás en esta situación en que ni te cuidas a ti ni presentas un proyecto convincente para venderte”. Estas palabras parecían de un coach emocional que triunfa en todas las redes, pero pertenecían a mi mejor amiga Hortensia, quien con la mejor intención del mundo quería sencillamente ayudar, aunque ella no aplicara sus consejos a su propia vida. Tal vez un viaje despejaría mi mente y mi cuerpo. Escuché con toda atención a Hortensia, porque la quería y la quiero como sujeto, aunque de vez en cuando rechace sus consejos. No por soberbia. Es que un consejo ni siquiera debería existir como función comunicativa entre dos seres humanos. En fin.

Unas semanas después, luego de un largo rato de reflexionarlo en mi cama tomé cartas en el asunto y llamé al doctor Martínez, el médico internista, quien me diría qué estudios debería hacerme para conocer con exactitud mi padecimiento. Es una sensación rara saber que no tienes nada grave, sin embargo no tienes ninguna duda que tu calidad de vida está menguando, porque no te sientes completo como cuerpo humano caminante y parlante, dispuesto a entregarlo todo por ese trabajo que te dará una pizca de felicidad. Yo deseaba que me hicieran todos los estudios posibles para descartar cualquier enfermedad grave. Eso fue exactamente lo que me pidió Martínez: un ultrasonido pélvico lumbar y una radiografía lumbar. Yo, con todo el temor del mundo, accedí a realizarme los estudios.

—Usted no tiene nada, señor —me dijo—, quizá un problema de nervios o de estrés lo tiene en esta situación, sin embargo le sugiero ir con un especialista en colon para que le revise esa parte, ya que es la que le está causando problemas, aunque mi apuesta es que usted está inflamado de la próstata por una cuestión nerviosa.

—Gracias, doctor. ¿Cuánto le debo?

—Me debe 1,200 pesos, no más.

—Eso me causa una impresión nerviosa, sobre todo a mi bolsillo. De hecho siento cómo mi vientre en este momento se…

—Lo sé, le pido una disculpa —el doctor era empático, sobre todas las cosas.

Después de estas aseveraciones, en lugar de tranquilizarme, la sangre con nervios se me bajó aún más a la parte que va entre el escroto y el recto. No es nada grave, no es nada grave, me repetí mientras tomaba el tren hacia la nada, es decir, hacia la cama, sinécdoque de mi hogar. Porque cuando te duele el culo la cama es el mejor refugio, aunque no te cure una mierda. Al contrario, la dureza del colchón recibe tus partes nobles como una base de madera sin tacto, que tiene la intención, más que de ayudar, de estorbar. Refugio al fin.

No tengo nada, no tengo nada, no tengo nada. Contraté a un hipnotista que también era astrólogo. Estuvo toda la tarde repitiéndome que no tengo nada y que su combinación de cartas indicaba una estabilidad emocional y económica en los meses siguientes. Le agradecí y le tuve que pagar, porque este tipo cobraba por darte esperanzas. Es un buen trabajo, dar esperanza; de hecho si lo pensamos, cualquier trabajo de este mundo consiste en dar esperanza. Pocos lo saben, si no es que nadie lo sabe, tal vez en este preciso instante solamente yo haya tenido ese razonamiento.

El mecánico da esperanza de que tu auto te llevará al súper en donde los empleados te dan esperanza de que compras el mejor producto. El cuidador de coches, al primer golpe de vista, te da esperanza de que no te robarán tu coche que te transportará al médico, quien también es un donador de esperanza, esté bien o mal tu salud, porque aunque tengas cáncer terminal el médico no te dirá “¡usted va a morir!”

Tardé dos días en procesar toda la información y me fui a beber unos tragos al Capital Drinks, en la esquina de Sancho y avenida El Quijote, una de las zonas más bonitas de la ciudad, propia para curar enfermedades mentales y del alma solamente con poner un pie en sus banquetas pulcras, con los bordes de los ladrillos limpio sin bacterias, gusanos o bichos raros.

No me acompañaría Hortensia porque esta vez tenía ganas de estar solo. Por si tenían la duda. Además, fui a ese lugar con el proyecto de relajarme y tomarme las cosas con más calma, como me recomendó el doctor. Entré por la puerta más ancha y glamorosa del lugar. Dos pulgadas después de ingresar noté a dos muchachas guapísimas que observaban debajo de mi abdomen. Su mirada no era de deseo, más bien de curiosidad. Les ofrecí mi sonrisa. Ellas la ignoraron porque era más interesante mi anomalía. Hablo como si tuviera una enfermedad extraña que fuera motivo de discriminación. Solamente tenía una pequeña afección que me hacía sentir extraño, pero jamás imaginaría que la gente observara eso como si en sus ojos tuvieran rayos X que les permitiera observar con nitidez lo que invade mi cuerpo. Especialmente estas dos chicas me hicieron dudar de la utilidad de esta salida. Me sentía como un adolescente apenado de sus barros, ultraavergonzado frente a dos chicas desconocidas que te gustan mucho. Pedí justo en el instante en que llegué a la barra un brandy con coca. Me lo tomé de un trago y miré en torno para escanear el ambiente y confirmar si mi presencia no turbaba la intensa atmósfera del lugar, pero no. El tono rojizo, mezcla de humo de cigarro y luces amarillas, incluso me hizo pensar que estaba situado ante una gran maquinaria que emitía rayos sobre mi cuerpo para examinar mi supuesta enfermedad. La gente no formaba parte de todo este sistema inventado por mí. Recordaba, aparte, esa sensación de inseguridad que me habían causado las dos chicas que no me hicieron caso a la entrada del bar, lo cual me aisló aún más. Las personas estaban en lo suyo.

Cada uno estaba interesado por quienes tenía enfrente. Tanta cara guapa despertaba una intención de ignorar las preocupaciones angustiantes de la vida. Sensualidad mata realidad. Esa atmósfera me contagió. Dejé que el alcohol me llevara de su mano (el cual tenía contraindicado por cierto, aunque no de una manera clara, por el doctor) y, sin pensar ni un segundo, acerqué mi vientre, como no queriendo, a la parte trasera de una hermosa chica. Fue un movimiento sutil, pero evidente para que ella lo notara. Seguramente sólo sintió como si un mosquito, o un bicho extraño con un tacto bastante cuestionable, estuviera explorando la parte más erótica de su cuerpo. Obviamente ella reaccionó con sorpresa y me volteó a ver, pero tan pronto como sus ojos notaron con asombro la condición en que yo me encontraba no tuvo tiempo de reclamarme nada. Observó un segundo mis ojos y por dos segundos mi vientre. Entonces escuché, entre el mar de voces contrapuestas y trenzadas en el caos que era ese lugar, la palabra “perdón” de su boca. Ella se excusó, porque creyó que yo no lo hice adrede y, por lo tanto, su reacción inicial de molestia fue para ella motivo suficiente para que se excusara, ya que seguramente se dio cuenta de mi cara de culpa y un poco de angustia. A la par, noté un dejo de lástima en su expresión. Le contesté que no había problema, que los médicos coinciden también en que la excitación se confunde con el dolor y en realidad yo no quería faltarle al respeto. Ella asintió como si entendiera lo que yo le estaba explicando. Inmediatamente después de ese incidente abandoné el lugar con risa nerviosa porque en realidad me la pasé bien, y disfruté esa media hora de esparcimiento, que sirvió como preludio de mi visita al proctólogo el día siguiente.

—Usted no tiene nada, señor, es estrés.

—¿Está seguro?

—Con una simple exploración se lo puedo afirmar, para eso tiene uno años de experiencia, ¿no? Además, le recomiendo ya no visitar tantos doctores, va a gastar todo su dinero. Tome mucha agua y tome este relajante.

Otro motivo de alegría me llegó ese día, después de la rápida visita con el señor que revisa tu aparato para cagar. Hortensia vendría a mi casa a contarme lo de su nuevo trabajo. Yo acepté que lo hiciera, porque estaba cansado de ensimismarme tanto. En este relato ya todos están cansados de escuchar tanta cosa y queja y suposición sobre mi persona. Además, me declaré listo para dar a mi amiga la buena nueva de que no tenía nada grave en mi cuerpo y que solamente era un humilde hipocondriaco desempleado y con poca energía.

—Muchas felicidades —dijo, y añadió—: esto hay que celebrarlo. Traje un vinito

Acepté la invitación de Hortensia, a pesar de que sabía que podía estar contraindicado el alcohol en enfermedades que incomodan el colon pero de naturaleza inexistente como diagnóstico médico oficial. Acepté al final porque, aparte del placer que me causa el vino dulce, creo que en el fondo sospechaba lo que a continuación iba a ocurrir.

Abrimos la botella y le di un trago. Nos sentamos a escuchar un poco de música. Tranquilos, semidespiertos, relajados, aislados. Tanto, que sentí un alivio corporal casi inmediato. “Es un milagro”, pensé. Después de una hora de tregua muscular en mi vientre, llegó el momento de ir al baño a culminar y festejar. Así que me levanté.

—¿A dónde vas?

—Al baño —le contesté.

Camino al retrete mi barriga murmuró. Quería decir, hablar, expresar algo, no sé qué, pero algo. Receptivo la escuché y me senté.

El proceso ahí iba, normal, cadencioso, con ritmo, rutinario. Sí, un poco de estreñimiento, algo de puja, pero desde que me siento así esto se ha convertido en algo habitual, incluso en opinión del proctólogo porque, por enésima vez, todos coincidían en que se trataba de algo emocional. Pero no creo que una razón emocional explicara lo que salió de mí. De mí. De mí. De mi dentro, interior.

Cuando ya estaba fuera del todo lo tomé en mi palma. Salí gritándole a Hortensia que viera por favor lo que acababa de parir.

Un bicho extraño, con cuerpito monstruoso y dos patas de reptil. Cuerpo, torso, abdomen lo que sea que fuere eso, mucoso y oloroso. En él resaltaba su expresión mezcla de decepción y depresión, evidentemente; justo las razones por las que apostaban los médicos respecto a mi problema. En suma, una afección, una enfermedad inventada, o para resumirlo, una especie de embarazo alien.

El torso de esa cosa culminaba con la cara de Hortensia, mismos rasgos y características físicas. Semblante angustiado, que denotaba una cierta preocupación por el futuro, pero proyectaba una sensación tan real y grotesca que rayaba en una imagen de pesadilla, pesadilla que se proyecta en un futuro incierto que nos espera a todos, sin seguros médicos y sin recursos para pagar buenos hospitales privados.

Hortensia me había hablado miles de veces de esas inquietudes, y tal parece, no tengo pruebas pero tampoco dudas de que me contagió de su negatividad. Y lo hizo de esta manera, en forma de esto que tengo aquí abajo, justo a 90 grados de mi mirada, aturdida mas no sorprendida.

Si lo piensan bien este hecho tenía lógica, tambaleante pero lógica al fin. La depresión y la parte emocional eran (o son) las causas principales de mi hinchazón. No hablamos concretamente de mi depresión y de mis males, que obviamente también existen, más bien hablamos de las preocupaciones evidentes que mostraba este monstruito en sus gestos, los cuales habitan en el rostro idéntico al de Hortensia. Ante su salida al mundo exterior después de algunos meses de habitar en la parte de abajo de mi próstata, ahora podíamos ver la verdadera naturaleza de mi mal, porque los males solamente son evidentes cuando toman aire después de estar mucho tiempo enclaustrados. Tenía al fin certidumbre de algo, aunque no se atenuaron mis preocupaciones principales, además de mis dudas, certezas, incertezas, suposiciones, entre otros vicios que existen en potencia, pero que al final del relato no resultan ser hechos tan verídicos y comprobables.

Lo real y cierto es que mi amiga Hortensia, la de carne y hueso, la normal, gritó y se desmayó al verse a sí misma en forma de criatura. Yo prepararía mi viaje ya aplazado, del que sin duda tendría muchas anécdotas para contarte.


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