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Destino 6

José Ángel Lizardo Carrillo

Novela por entregas

Capítulo VIII

Cuando Loren tuvo en sus manos las piezas de metal precioso detectó inmediatamente que no eran imitación, sino auténticas. Los pendientes eran de tres nudos en oro tricolor de 14 kilates, y el collar, de perlas cultivadas de Akoya.

—¿A quién se las robaste?

Peccata minuta… Todo sucedió durante una subasta en Verona. Justo cuando los compradores se enardecían y pujaban por las joyas, se sintió un fuerte sismo; todos salieron corriendo del salón. Yo permanecí quieto, y al ver que se encontraban desactivadas las alarmas contra robo y las cámaras de vigilancia, me apropié de los aretes y el collar y los metí en la bolsa de mi chaqueta. Pinché una cápsula del tamaño de una canica que contenía pintura de color cera, me la embadurné en la cara para demostrar que estaba realmente amarillo del susto, luego salí y me colé entre los concurrentes simulando que temblaba. Horas después, el periódico Il Corriere della Sera publicó esta escueta noticia: “Temblor ayuda a ladrón. La policía sin pistas”.

—¡Eres un cabrón! —exclamó Loren carcajeándose.

—Todo eso será tuyo si al final me devuelves la copa, pues para mí significa mucho —expresó Smith.

Loren, aún con una sonrisa que no quería irse, se apresuró a ponerse los aretes y el collar. Una vez que ya estaba lista, fincó sus desnudos pies sobre el asiento de la poltrona, se puso de espalda, lanzó una mirada leve sobre su hombro izquierdo, luego empezó a girar lentamente a la derecha con una elegancia y coquetería que sólo saben hacer las modelos profesionales.

En cada flashazo aquella hermosa mujer mostraba todos los ángulos de su perfecta silueta. Cuando Smith la tuvo enfrente no pudo dominar la excitación de sus hormonas, colgó la cámara en su cuello, luego metió la mano entre las piernas de Loren hasta tocar sus partes íntimas.

La nocturnal diva reaccionó como una púgil experta en kick boxing; zarandeó al depravado “ginecólogo” con un relampagueante recto en la boca y lo remató con una patada en los testículos.

Al oír el trancazo y el ¡ay! reprimido de dolor, Archi se asomó a ver qué pasaba. Ahí estaba Smith, en cuclillas, con la mirada perdida. Parecía estar noqueado. Como un autómata, Smith llevó dos veces los dedos a su nariz, los olfateaba profundamente, quería cerciorarse si lo que había tocado aún conservaba el olor a puerto. Entonces Archi, no sé si por burla o compasión, asumió el papel de réferi de ring y empezó a contarle del 1 al 10, mientras Loren, con los puños en alto y haciendo boxeo de sombra ante un público ebrio de sueño, se perdía en el pasillo.

En ese inusitado round, donde el espectáculo se fue de un solo lado, nunca hubo un cinturón en disputa.

Lo que ganó la italiana fueron cuatro cosas: permaneció invicta, no cedió ante el acoso de Smith, se adueñó de las joyas que alegremente retozaban entre los botones púrpura de sus senos, y, por último, se adjudicó para siempre la custodia de la codiciada copa.

El día siguiente amaneció sin novedad. El contenido de la reunión de esa madrugada, entre el personal a bordo, nunca llegó a oídos de los pasajeros.

No obstante, entre Pavlova y Bellucci había un cierto remordimiento, por lo que fueron al privado de Loren y le expusieron lo siguiente:

—A nosotras también nos turba el capítulo que leyó Archipenko. Lo que mostramos a los pasajeros a través del museo itinerante, ¿equivale a rendir culto a los dioses de oro, plata, bronce, hierro, madera y piedra? ¿Eso significa que, en cierto sentido, los exhortamos a adorar deidades paganas que no ven ni escuchan nada?

—Estoy sorprendida —dijo Loren—. Me da gusto que sean observadoras y hayan congeniado de nuevo. No quiero verlas tirándose pedradas una a otra en el río Sena como viles adúlteras. Volviendo a lo que me plantean, no se me había ocurrido analizar ese punto. No debemos echarlo en saco roto. Yo les sugiero que vayan a servir el desayuno y, cuando terminen, lo discutimos. ¿Les parece?

—De acuerdo —contestaron.

Son las nueve de la mañana. El coche-restaurante se ha convertido en una colmena repleta de murmullos, sin faltar el humito, en porciones, del exquisito café.

Archipenko y Smith, como siempre lo hacían, tomaron asiento en el bar y pidieron una copa de coñac para abrir boca. La mesera descorchó una botella de Remy Martin y le sirvió primero a Archipenko y luego a Smith.

—Oye, esta no es la copa en la que siempre bebo —expresó el soldado élite, olvidando lo que le había sucedido la noche anterior durante su encuentro con Loren.

—Lo siento —indicó Antonella—. La que tú quieres ya no está aquí. Se la llevó la jefa. Si quieres ve a reclamarla.

Smith hizo una mueca y dijo:

—En castigo, hoy me vas a servir tres, y además me enseñas tu lindo trasero.

Al oír esto, Antonella tomó la copa y le arrojó a la cara el añejo líquido, que le escurrió por el mentón.

Smith no se inmutó. Asimiló con estoicismo el incidente, llevó su índice al bosque negro de su barbilla y así, lo que podía “cosechar”, se lo llevaba a la boca como quien saborea el cuerpo de un buen vino.

Archipenko, dándole una palmadita en la espalda, dijo:

—Ni modo. “Hay veces que el pato nada y…

Smith se le adelantó y, rápido, añadió la otra parte del adagio:

—Y hay veces que ni agua bebe”.

Los dos festejaron el refrán con una carcajada.


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